Prólogo.
En
una situación de peligro, lo que más deseas es que alguien te
salve; que alguien acabe con tus miedos o tus torturas. Pero no
siempre es así. Hay veces que, según la persona que te saque de ese
peligro, prefieres morir a verle morir por nada ni nadie. Al fin y al
cabo eso es el amor. Supongo, no sé.
Seré
una estúpida. Lo único que se me ocurre pensar en mi situación de
peligro es eso. Y que mi miedo no sea estar en peligro, sino poner en
peligro a la persona que pueda sacarme del mismo.
Menuda
paradoja, ¿eh?
Supongo
que cada prueba, situación en la vida, tiene un resultado final. Aún
espero mi final.
'Pensar
en la huida, en escapar, en salir de aquí con vida.'
Suspiré, de nuevo. En
lugar de estar en mi graduación, con aquel vestido que tanto me
gustaba y deseaba llevar, estaba sobre una moto dirección a quién
sabe dónde, aun con el uniforme del instituto y con mi habitual
mochila a la espalda.
– Jess. –
escuché a duras penas su voz, pues entre el sonido que emanaba el
motor del vehículo y el viento de cara... – ¿Te pasa algo?
– No,
no. Estoy bien. – sonreí, aunque por dentro podría estar
muriéndome.
Supongo
que el único consuelo que tenía en esa situación era él. Supongo.
Ty;
mi primer, y espero que siga siendo así bastante tiempo, novio. Era
un par de años mayor que yo. Él tenía 21 y yo estaba a un día de
cumplir los 19. Estábamos en la misma clase de instituto, aunque
obviamente, él había repetido un par de cursos. Eso siempre me
extrañó; casi tenía una carrera de medicina, nunca me explico cómo
puede haberle ido así.
No
era el típico listillo de gafas enormes, ni tampoco el fortachón
que pasa de todo. Aunque por su aspecto siempre aparentaba lo
contrario.
Muy
pocas veces sonreía, y eso, en cierto modo, le daba un aire
misterioso. Solía llevar como vestuario el uniforme del instituto,
que, dado que era casi un traje, podemos decir que siempre iba
elegante. Constaba de una camisa
blanca, chaqueta y pantalones negros y zapatillas de calle. El mío,
el de las chicas, a excepción de que llevábamos falda, era lo
mismo.
Sus
ojos eran castaños, casi negros, al igual que su corta cabellera. Y
la tez de su piel no muy oscura. En su oído derecho llevaba un
pendiente de plata que yo misma le regalé. Tenía forma de
serpiente, con un diseño que hacía parecer que se enrollaba
alrededor de la oreja. Él estaba delante de mí, manejando la moto,
mientras que yo llevaba todo el viaje abrazada a su abdomen.
Noté
un leve escalofrío y mi pálida piel de gallina; ya era
prácticamente de noche.
– Es
casi de noche...
– Lo
sé. – contestó, en su tono normal de seriedad. – Cerca de aquí
hay un motel, pasaremos ahí la noche. ¿Cómo tienes el brazo?
Ni
siquiera yo lo recordaba. Miré mi brazo derecho y los vendajes que
cubrían este. Estaban manchados de sangre, seca, por suerte.
– Está
bien, no te preocupes.
Suspiró
y en pocos minutos detuvo la moto frente a un edificio, de tres
plantas visibles. A un lado de este había un par de talleres,
seguramente para reparar los vehículos. Bajé con cuidado de la
moto, sujetando mi mochila a la espalda.
– Toma.
– del bolsillo de su pantalón, sacó una cartera de cuero negra y
me la ofreció. – Paga una habitación, iré en nada.
– No
tienes por qué pagarlo tú...
Sólo
sonrió y se dirigió a uno de los talleres, empujando suavemente la
moto.
Mientras, entré al motel, que daba directamente paso a
la recepción. Parecía un sitio bastante agradable. En frente de la
entrada, había unas grandes escaleras con dos ascensores a los
lados, para subir a los pisos superiores. A la izquierda había una
gran puerta de cristal, que, si te fijabas, era la entrada a un
pequeño restaurante. Y a la derecha la mesa de recepción.
Era alargada, con varias filas de pequeños cajones en la pared de atrás. Supongo que para guardar las llaves de cada habitación.
Me acerqué a uno de los recepcionistas, con aquello sonrisa falsa que, al menos, yo solía tener.
Era alargada, con varias filas de pequeños cajones en la pared de atrás. Supongo que para guardar las llaves de cada habitación.
Me acerqué a uno de los recepcionistas, con aquello sonrisa falsa que, al menos, yo solía tener.
– ¿Podría
darme una habitación para dos, por favor? –
me atendió un hombre de
unos 50 años. Llevaba un traje negro, con rayas rojas en vertical a
los lados de su chaqueta.
– Claro, señorita. ¿Para cuántos días? –
contestó, sonriente, sacando con una de sus manos una llave de los
cajones.
– Una semana. – me tendió la llave, mirándome
pensativo. – ¿Cuánto es?
– 100.
Saqué el dinero de la cartera y la dejé sobre la mesa.
Me sentí algo culpable, pero tenía dinero de sobra para vivir un
mes, así que...
– Mil gracias. Que disfruten su estancia, su
habitación es la 32.
Me
alejé de allí y me senté en uno de los sillones que había junto a
las paredes, dejándome caer. Miré de reojo uno de los mechones de
mi cabello castaño. Estaba en parte enredado, seguro por el viaje en
moto. Ladeé a un lado la cabeza y vi a Ty acercarse. Me levanté y
me sacudí la falda del uniforme; ya estaba arrugada.
– Toma. – le ofrecí su cartera, sin atreverme a
mirarle a los ojos. Sin darme cuenta le estaba metiendo en un lío
no, lo siguiente, ¿cómo iba a sentirme?, ¿cómo iba a mirarle sin
querer matarme? Cogió su pertenencia, pude ver de reojo cómo me
miraba, con una leve sonrisa.
– No
te preocupes. – susurró, ladeando la cabeza hacia donde mi vista
apuntaba. – El dinero sólo es dinero.
Suspiré,
otra vez, y comencé a andar, hasta traspasar las puertas del
ascensor. Él me siguió, y sin querer escuchar lo que tendría que
decirme comenté:
– La
tercera planta.
Suspiro,
ahora por su parte. Pulsó el botón que a más altura se encontraba,
la tercera planta era la última.
No
podía sentirme más acorralada. Esas cuatro paredes que parecían
encogerse a medida que al ascensor subía, el peso que se me venía
encima... Desaparecer, por favor. Pero eso sólo es de
cobardes, ¿no?
Las
puertas volvieron a abrirse y mi paso con ellas, avanzando por el
largo pasillo en el que nos había dejado. Miré cada una de las
puertas que pasaba, buscando el número que me mostrara la nuestra.
Estaba al lado derecho del pasillo, no muy alejada de unas escaleras
de emergencia. Metí la llave en la clavija del pomo; se escuchó un
leve chasquido y la puerta se abrió, gracias a un leve empujón.
Era..., bastante agradable, la verdad.
Un pasillo no muy largo daba lugar a la habitación, con
2 camas individuales. En frente de ellas, una televisión y una
nevera, de no más de un metro de altura. En la pared del pasillo
había otra puerta; esta daba al aseo. Tenía un gran espejo central,
y una bañera con ducha a uno de los lados. Al otro lado del pasillo,
un armario con puertas de madera a modo de corredera. Al final de la
habitación se extendía un balcón adornado con flores de plástico;
la mayoría ya habían perdido parte de su color natural. Y, por
último, unas finas cortinas blancas colocadas sobre las
ventanas.
Avancé hasta unas de las camas y me senté despacio.
Avancé hasta unas de las camas y me senté despacio.
– Es bastante agradable. – mencionó Ty, saliendo
al balcón.
Sólo asentí con la cabeza y sonreí como pude. Ni
siquiera me veía, estaba de espaldas a mí, pero. Dejé la mochila
que había estado llevando hasta ahora sobre la cama y me levanté,
sacando a su tiempo un par de prendas de ella.
– Tienes ropa ahí, si quieres cambiarte. – me di
la vuelta y entré al aseo, sólo quería relajarme.
Dejé ambas ropas sobre el lavabo, tanto la que acababa
de coger como la que me acababa de quitar, y me metí en la ducha.
Noté cómo el agua fría poco a poco me cubría, ni me molesté en
que fuera caliente. Alcé el brazo derecho, olvidé quitarme los
vendajes. Bah.
Salí del cuarto a los pocos minutos, cubrida tan sólo
por unos pantalones cortos a color negro y una camisa larga grisácea,
que casi tapaba en pantalón. Me llevé una mano una cabeza; aún
tenía el cabello húmedo. Me acerqué a Ty y me senté junto a él,
en una de las camas. Miraba al frente, como si se hubiera perdido en
este.
– ¿Estás bien?
– No eres tú la que debería preguntarlo. – me
reprochó, pasando un brazo sobre mis hombros. – ¿Todavía te
duele? – miró los vendajes, también húmedos.
– Te
lo dije antes, ya ni la siento.
– Debes
preocuparte más por ti, Jess...
Suspiré.
– Déjalo.
– y fui a levantarme, pero con sus brazos rodeándome de
repente... Me senté de nuevo a su lado, dejándome abrazar. Poco a
poco se recostó, haciendo que quedáramos uno frente al otro.
– ¿Te
apetece dormir así?
Solté
una (débil) carcajada, ocultando mi rostro sobre su pecho.
– Y
a estas alturas me lo preguntas...
Me
abrazó con más fuerza, hasta que noté sobre mi cabeza su pulso.
– Ya
son las doce. – volvió a hablar.
– ¿Y?
– Es
oficialmente tu cumpleaños.
– Y
tú eres oficialmente idiota.
Besó
mi cabeza entre risas, y con una dulzura casi anormal en él escuché:
«Feliz cumpleaños, cielo».
Sonreí,
por fin de verdad. No sé cuánto tardé, ni a qué hora, pero
terminé dormida así, acurrucada junto a él. No sabría
describirlo. Es esa sensación de protección o... no sé. Algo que
desde luego, y por suerte, me pertenecía.
***
Abrí
los ojos y alcancé a mirar por la ventana. No hace mucho que habría
amanecido. Pude escuchar el silbido de algunas aves, mezclado con el
aleteo de sus alas. Cogí algo de aire y volví la vista hacia él.
Sonreí. Era extraño verle dormir tan profundamente. Intenté
levantarme, pero tenía sus brazos bien aferrados a mí y no quería
despertarle. Ningún músculo de su rostro estaba en tensión. Me
resultó hasta anormal. Me quedé mirándole y volví a analizar cada
una de sus facciones, hasta que noté que se despertaba. Y me hice la
dormida.
Sentí
su mirada fijada en mí, pero no era incómodo. No sabiendo que era
él. Pasó poco hasta que noté su respiración pegada a mi hombro.
Abrí los ojos. Empezaba a tener calor. Me estaba abrazando, con más
fuerza que antes. Quise corresponderle, pero tenía los brazos
apresados entre los suyos.
– Buenos
días. – vacilé, insinuando que no podía moverme. Escuché que
reía.
Miré
la ventana. Los colores violetas del amanecer se desvanecían, dando
paso al azul. Escuché pasos en el pasillo y unos suaves golpes en la
puerta de la habitación.
– Servicio
de habitaciones.
Suspiré.
– Iré
a abrir.
– No.
– reprochó, y me apegó más a él.
– Si
no abro entrará pensando que no hay nadie.
– ¿Y?
– Ty...
Rió.
-
Vale, vale.
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